El término ‘glotopolítica’ sin duda es nuevo para muchos, de hecho, ‘apenas’ fue presentado a mediados de la década de los ochenta (1985-1986) por los sociolingüistas franceses Jean-Baptiste Marcellesi y Louis Guespin. La palabra glotopolítica está compuesta por la palabra griega glôtta, que significa ‘lengua’ y política; es decir, se refiere al estudio de las políticas lingüísticas que rigen en determinada región o a determinado grupo. En su artículo ‘Por la glotopolítica’, publicado en la revista Langages en 1986, Marcellesi y Guespin afirman que esta «es necesaria para englobar todos los hechos del lenguaje donde la acción de la sociedad reviste la forma de lo político». Esto quiere decir que existen decisiones sociales, gubernamentales, económicas, entre otras, que legitiman los usos y establecen, de cierta manera, el estatus de las lenguas.
En muchas ocasiones puede parecer que lengua y política son conceptos cuya convergencia es ‘artificial’, pues, si lo vemos desde un punto de vista superficial, puede parecer absurdo que algo tan ‘puro’ como la lengua esté relacionado con algo tan ‘opaco’ como la política. No obstante, aunque el término de glotopolítica solo tenga tres décadas, las lenguas siempre han estado, de cierta forma, legitimadas (o deslegitimadas) por decisiones políticas. Pensemos, por ejemplo, en las situaciones que llevaron al español a imponerse en América o, más recientemente, en las decisiones políticas (que atraviesan lo económico, social, educativo, etc.) que llevan a que el inglés sea considerada una especie de ‘lengua franca’ en el mundo. Este caso, por ejemplo, no es circunstancial. Para que el inglés se imponga como lengua de comunicación mundial, los diversos Estados tuvieron que establecer políticas que la ubican dentro de los programas educativos, por ejemplo.
En el caso de las lenguas consideradas oficiales, la glotopolítica juega un papel importante. Nos podemos preguntar, por ejemplo, ¿qué lleva a un Estado a decidir sobre la oficialidad de la lengua en detrimento de otras? El caso de nuestro país es bastante ilustrativo. Recordemos, por ejemplo, todo lo que ocurrió para que el kichwa y el shuar fueran incluidos como lenguas oficiales de relación intercultural en la Constitución de 2008. Si bien esta inclusión responde a una reivindicación y al reconocimiento de las lenguas ancestrales y los pueblos que las hablan, también responde a decisiones políticas en las que están implicados otros intereses, quizá menos ‘sacrosantos’. Pensemos también en por qué esta inclusión muchas veces se ha quedado en el papel y no ha pasado a la vida real. Es, precisamente, porque ese paso implica políticas sobre cuyas decisiones, en ciertos casos, ni siquiera intervienen los usuarios ‘de a pie’, es decir, no son del todo democráticas.
Marcellesi y Guespin, en su artículo fundacional de la glotopolítica, indican que, para que las políticas sean democráticas, debe haber una comunicación en dos direcciones: la de los responsables de establecer las políticas y la de los usuarios de las lenguas. Si bien los responsables son los que fijan estas políticas, por contar con el poder gubernamental, económico, etc., los usuarios las direccionan, pues son ellos quienes deben participar, según Marcellesi y Gespin, «de la búsqueda, de la discusión, de la decisión». Es necesario siempre que los usuarios participen en las decisiones, que aporten con su identidad a las diversas prácticas. La cuestión de la glotopolítica merece muchas columnas, pero es importante que pensemos en que las decisiones que se toman en relación con las lenguas implican a toda una sociedad, a Estados, a pueblos originarios, y todos debemos involucrarnos en los debates que se generen en torno a ellas.